Recuerdo aquel verano en el que toda la familia fuimos a Nazaret, en Portugal. Allí pasábamos el día en una playa de esas que dicen «vírgenes», donde apenas había una o dos personas además de nosotros. A nuestras espaldas, una duna gigantesca, como una ola momoficada, nos aislaba. A mí me parecía que en cualquier momento se transformaría en agua y, cual tsunami, nos arrasaría y nos ahogaríamos todos.

Uno de esos días de aquel verano, me adentré en el mar a la carrera, con la risa pegada a la planta de los pies; mis dos hermanos mayores me adelantaron y se zambulleron en el agua, y yo los imité. Enseguida, las olas crecieron traicioneras y me dieron tal revolcón que regresé patas arriba a la playa. Nuestra perra, Luna, ladraba con angustia, avisando a mis padres de que la niña tenía la cabeza hundida en la arena. Fue mi hermano quien me sacó de allí. Me agarró de la primera parte de mi cuerpo que alcanzó: mi tobillo; y me alzó todo lo que pudo para que mi cara se alejara del agua. De esa guisa, lo primero que vi fue la duna enorme que, desde ese momento, se grabaría en mi memoria como una ola de arena que amenazaba con convertirse en cualquier momento en agua. No me pasó nada, más allá del susto, más allá del espanto que me produce desde entonces el mar, porque desde aquel momento lo he odiado.

Esa experiencia se convirtió en una pesadilla que me asolaba por las noches y me inquietaba cada minuto que pasábamos en aquella playa. Pero que, al fin y al cabo, no era más que una expresión del indescifrable misterio que ha sido siempre el océano. Tan antiguo, tan ensordecedor, tan silencioso, tan funesto, tan lleno de vida, como un dios maldito.

Cuando los alumnos de uno de mis cursos decidieron que el tema sobre el que escribiríamos para la antología del taller sería el mar, me sentí contrariada. «¿Por qué diantres —me dije— le gusta tanto a la gente esa espantosa masa de agua?». Estuve varias semanas reflexionando sobre qué era el mar para mí; fue en esos días cuando me vino a la memoria la escena que acabo de contar. Comprendí, a base de preguntarme sobre ella, de dónde procedía mi aversión.

Aproveché la oportunidad para limpiarme esa espina y sacarme el trauma; me enfrenté al miedo a través del relato que escribí para esa antología: Galletas de chocolate. Me introduje de cabeza dentro del océano y llevé a mi personaje de paseo al fondo marino.

Ese condenado dios tiene la mala costumbre de regurgitarnos lo que le sobra, tesoros o desperdicios que nos invitan a temerlo o a adorarlo, como sucede en el Ahogado más hermoso del mundo, de Gabriel García Márquez. A veces, somos nosotros los que nos deleitamos en la búsqueda de sus riquezas, sin darnos cuenta de que para el mar no hay diferencia entre la fortuna y la miseria, que ni él ni sus habitantes distinguen entre lo bueno y lo malo; así ocurre en el Viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que a pesar del esfuerzo regresa sin nada, pero con la dignidad intacta.

La protagonista de Galletas de chocolate viaja al fondo marino porque necesita encontrar algo, algo más importante que el miedo al mar, aunque a ella no le inspira temor sino rabia. Lo odia, como lo odiaba yo, porque le había arrebatado el mayor de los tesoros.

La visión del océano desde un acantilado -lejos de la playa-, cuando la niebla acude a la llamada de la marea, me libera de toda aprensión, ejerce en mí la cura de aquel trauma; me embarga entonces la belleza que solo se encuentra en esa endiablada y divina masa de agua. Allí arriba comprendo a aquellos que tanto la adoran, veo la fascinación que les produce, pero también el miedo a lo incontrolable, al agua y a lo que contiene. Me acuerdo entonces de la niebla, tan escurridiza como el agua, que oculta los mismos miedos, las mismas esperanzas. Por eso, cuando la niña del relato entra en el océano, la niebla se disipa y, cuando vuelve de su viaje, también lo hace la bruma como «el manto blanco que regresaba al mar igual que el alma al cuerpo después de un sueño agitado».

Y me pregunto: ¿no es acaso la literatura fantasista eso mismo: la fascinación y el miedo, el amor y el odio, hacia aquello que no podemos controlar de la realidad, de nosotros mismos, del mundo insano, hermoso que nos rodea? Creo que sí. Supongo que por eso entre las líneas de mi relato se esconden la luz y la oscuridad, al igual que el horizonte costero en un día de bruma se oscurece y se ilumina con el vaivén de las olas.

Entiendo la escritura como un camino de ida y vuelta, cuando lo emprendo no sé muy bien a dónde me llevará, pero acabo siempre en el mismo sitio: mirándome a mí, aliviada de una carga menos. Tras escribir Galletas de chocolate se me disipó el miedo y hoy puedo disfrutar de un día de playa con mis hijos sin miedo a que una ola gigante me ahogue por la espalda. El fondo del mar se ha convertido en un aliado.

Galletas de chocolate es el primero de los relatos que componen Deja que el viento se lleve mis cenizas (Orciny, 2021). Puedes encontrarlo en tus librerías amigas o en la página de la editorial.